Y Dios hizo al hombre a su “imagen y semejanza”, dice la mitología católica en la Biblia. O sea, hombre y perfecto. Adán, lo llamó.
Como lo vio tan solito en la inmensa extensión del Paraíso, le sacó una costilla y se la convirtió en un ser con algunas diferencias corporales. Le dijo que era una mujer, y que Eva se llamaba. La idea de Dios era que su fotocopia terrenal tuviera quien lo entretuviera, le conversara. El Todo Poderoso no vio elegante que su criatura se la pasara amaestrando loros, perros, chimpancés u otros animales que deambulaban por ahí.
Dios advirtió, a Adán y a su costilla, que podrían aprovechar y disfrutar de todo, menos de la fruta prohibida. Dios sabía que Adán nunca le iba a desobedecer. Pero con Eva era otro cuento, porque no la hizo a su “semejanza”. Era una simple humana y, como tal, imperfecta. Dios, con su “infinita sabiduría” para conocer el futuro, no alcanzó a calcular lo que iba a suceder en el Paraíso.
Eva llegó a este mundo feliz, gozando con todo. Se divertía con los animales, y hasta con Adán cuando él se lo permitía. Eso sucedía muy de vez en cuando, porque la cordura es innata a la perfección. Curiosa y con deseos de aprender, descubrió que su fruta no era igual a la de su compañero. Adán ni cuenta se había dado. La sensatez no permite fijarse en detalles de ese tipo. Y mientras reconocía su cuerpo, sintió agradables sensaciones en su fruta.
Esto la hizo reflexionar. Si ella le aportaba placer, ¿por qué ese señor canoso, barbudo, de ojos claros, de piel blanca y que escondía casi todo su cuerpo detrás de una nube, decía que era prohibida? Lo que no podía saber Eva es que Dios desconocía la imperfección. Y que mucho menos sabía de mujeres, pues nunca había tenido una. No podía conocer la sensibilidad de la piel.
Fue así como Eva, entre risas, tocaditas y besos, hizo pecar a Adán. Este, que andaba mirando volar mariposas, no pudo aguantar la tentación. Eva le hizo perder la cabeza. Mientras empezaba a devorar esa manzana que se escondía entre las piernas de ella, Adán se dio cuenta que era mejor ser humano que perfecto. Aunque la Biblia lo esconde, la pasaron tan bien que se sintieron en el paraíso.
Dios sabía que esto iba a suceder. Aún así, apareció “lleno de ira”. Y los expulsó del Paraíso. Era la primera vez que se sentía así, aunque con el tiempo lo volvió costumbre. Comportamiento bien extraño en un ser que se autodefinió perfecto.
También castigó a la pareja. Adán tuvo que irse a trabajar, para ganarse la comida con “el sudor de la frente”. A Eva la sentenció a parir con dolor: una decisión bastante sádica.
Optimista, y llena de la inteligencia por ser mujer e imperfecta, Eva le argumentó a Adán: si ya metimos un dedo, metamos el brazo y sigamos pecando. Entonces se dedicaron a darse gozo y tener hijos e hijas. Así, siguiendo el ejemplo, pecando entre hermanos, el mundo se fue poblando. El verdadero problema para las Evas empezó cuando “alguien” le contó a los Adanes que ellos eran invento directo de Dios. Y que ellas tenían la culpa de que ellos tuvieran que salir a trabajar cada día. Sin pruebas, los hombres se creyeron los representantes de Dios ante la mujer, con derecho a mandar y decidir.
El clímax fue cuando apareció la Biblia. Ahí, muchos hombres habían escrito que las mujeres les debían obediencia y servilismo, porque Dios se los había dicho. Desde las primeras páginas del Antiguo Testamento, Eva sufre las persecuciones por su “pecado”.
Inocencio III fue Papa de 1198 hasta el año 1216. Por su encargo, dos “ideólogos” alemanes redactaron el “Malleus Maleficarum”, guía teológica y jurídica de la Inquisición. Ahí se aseguró, sin derecho a réplica, que el “harén de Satán” estaba lleno de brujas. Seguidamente, los curas asaron a miles de mujeres en leña verde, por el mismo pecado de Eva. Quedó refrendado en ese texto: “toda brujería proviene de la lujuria carnal, que en las mujeres es insaciable”. ¡Benditas sean!
Durante casi siete siglos, desde el año 1234 hasta comienzos del siglo XX, los “representantes de Dios” en Roma prohibieron a las mujeres cantar en las iglesias. ¿El motivo? Eran impuras, por arrastrar el pecado de Eva.
Un poquito antes, Honorio II, Papa entre los años 1124 y 1130, había sentenciado: “Las mujeres no deben hablar. Sus labios llevan el estigma de Eva, que perdió a los hombres”. Debe ser por eso que les siguen negando el derecho dar la misa. O por miedo de que la innoven y la hagan mejor.
Honorio, quizás se guió por lo que había asegurado San Juan Crisóstomo, quien vivió entre los años 347 y 407 de nuestra era: “cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original”. San Jerónimo dijo que todas las mujeres “son malignas”. San Bernardo aseguró que las mujeres “silban como serpientes”.
Mientras que San Pablo, ese Apóstol de Jesús al que muchas mujeres le prenden cirios y le ofrecen rezos, les dio tres derechos: obedecer, servir y callar.
Parece que algunas Evas no se dieron por enteradas…