Fue un sábado a la madrugada, en algún pueblo cafetero de Colombia.
Ese campesino de machete al cinto, manos ajadas y callosas y tez tostada de tanto sol, se levantó de la mesa. Acababa de vaciar una botella de aguardiente anisado. Se dirigió hasta el poco refinado bar. Pidió un “último trago” al cantinero, quien se lo sirvió a rebozar. Como en secreto, también le dijo que lo complaciera con un tango. Mientras esperaba pasaba a tragos cortos el ardiente licor.
Al escuchar las primeras notas se retiró el sombrero, lo puso en el pecho y repitió la letra mirando a ninguna parte. Ni una mosca zumbaba.
“Pido permiso señores/ que este tango habla por mí/ y mi voz entre sus sones dirá por qué canto así/ Porque cuando pibe/ me acunaba en tangos la canción materna para llamar el sueño/ Y escuché el rezongo de los bandoneones/ bajo el emparrado de mi patio viejo/ Porque vi el desfile de las inclemencias/ por mis pobres ojos llorosos y abiertos/ y en la triste pieza de mis buenos viejos/ cantó la pobreza su canción de invierno/ ¡Y yo me hice un tango!/ Me fui modelando en barro/ en miseria/ en las amarguras que da la pobreza/ en llantos de madre/ en la rebeldía del que es fuerte/ y tiene que cruzar los brazos cuando el hambre vence/ Y yo me hice un tango porque.../ ¡porque el tango es macho!/ porque el tango es fuerte/ tiene olor a vida/ tiene gusto a muerte...”
Terminado, nadie aplaudió. El sombrero volvió a su lugar. Por instinto tocó la cacha del machete. Con el arrugado pañuelo secó los humedecidos ojos. Se sonó la nariz, y salió por la puerta tambaleando su borrachera. Se fue sin dar un adiós, perdiéndose en la oscura y polvorienta calle.