El 5 de septiembre de 1993, se enfrentaron las selecciones de Argentina y Colombia en el estadio de Buenos Aires. Era un partido de clasificación al Mundial de Estados Unidos del año siguiente.
Siendo el rendimiento del fútbol colombiano igual que el dólar, más en bajada que en subida, los aficionados más optimistas apenas se atrevían a decir que la representación nacional lograría un empate.
Maradona, presente en las gradas como espectador, espetó delante del panal de periodistas: "No se debe cambiar la historia: Argentina arriba, Colombia abajo."
Resumiendo: Colombia le encajó cinco goles a Argentina. Los dueños de casa no lograron "ni el tanto de la honra", como dicen los conocedores.
Hacía varios minutos que el arbitro había dado el último pitazo, y en las tribunas los espectadores argentinos seguían aplaudiendo a la selección colombiana, incluido Maradona.
Con la victoria, Colombia se clasificó automáticamente al Mundial, mientras que Argentina tuvo que definir contra Australia su clasificación.
Si por triunfos menos espectaculares los aficionados colombianos enloquecieron, ese fue el extremo del extremo. En todos los rincones del país las gentes salieron a las calles a festejar. La pasión patriotera los asaltó, al punto que la celebración dejó más de cien muertos por "excesos".
Había otros colombianos que tal efervescencia no les producía ni frío ni calor.
El padre de una familia campesina había muerto en la ciudad de Pereira, al sur-occidente del país. En el hospital les fue entregado el cadáver a la esposa, hijos y nietos. Estos lo pusieron en el humilde ataúd, y lo montaron en la camioneta. Era un viejo carro destapado atrás, con el cual ganaban el sustento distribuyendo arena y piedra. Debían llevar al difunto hasta un pequeño pueblo a una hora de ahí.
Acongojados, sentados alrededor del féretro fueron atravesando lo poco que faltaba de ciudad. Llegando a una avenida se encontraron con la marea humana que celebraba la goleada a Argentina. Ellos miraron indiferentes, esperando que aquella muchedumbre bulliciosa pasara.
De un momento a otro se vieron rodeados de no se sabe cuántos fanáticos enloquecidos, que sin más montaron en la camioneta. Los gritos enardecidos de tanta multitud borracha de pasión futbolera, apagaron los reclamos de los dolientes.
Y un nuevo coro retumbó en el ambiente, mientras el ataúd era cargado festivamente: "¡Se murió Argentina! ¡Se murió Argentina! ¡Se murió Argentina!